Estoy sentado en lo que podría ser una calle peatonal de no ser por el vehículo de lujo aparcado justo en el centro, bien visible.
Alrededor tiendas de ropa, complementos y potingues. Las cajas registradoras croan en Dolby-surround: Dinero, dinero, dinero, dicen. El sonido del consumismo; ¿es esto lo que nos hace felices?
Una pareja de personas mayores pasean al que, supongo, es su hijo, paralítico cerebral. ¿Qué pasará el día que falte uno de ellos? ¿ambos? él debe rondar los setenta y ella no estará lejos. ¿Se quedará sólo y desamparado? No se puede valer sólo, ¿alguien se hará cargo? Les deseo suerte. A los tres.
Comienza a sonar el himno del Athletic; el domingo juega un partido crucial. Me pregunto porqué no nos levantamos y gritamos eup! cuando corresponde. Maldito pudor que nos atenaza, a mí el primero. Somos esclavos de las apariencias, y la discreción es nuestro escudo.
Algo capta mi atención; es una señora vestida en colores horrísonos. Pero hay algo más: es evidente que está siendo tratada mediante quimio o radioterapia. Advierto que está cansada y ha pasado muchos dolores, pero ahora sonrie y parece feliz. Unos jóvenes se cruzan con ella. Cuchichean, rien. ¿De ella? Niñatos... algún día sabréis que el sufrimiento no es para reir; desgraciadamente siempre termina viniendo a nosotros.
Esto es un centro comercial. A este templo venimos a rendir culto los urbanitas -y los no urbanitas- del siglo XXI, y los mostradores son altares y las facturas las hostias.
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