
La primera de las víctimas, uno bajito, fuertote y rechoncho, se acerca a las cuchillas. Se inclina y dispone la parte más accesible de su cuerpo ungueal a sus verdugos: sus hermanos. A ellos también les llegará la hora. Con poder mecánico, las hojas, nuevas y afiladas, del instrumento se cierran rozando el hiponiquio, haciendo un corte en las estructuras queratinosas; seccionando limpiamente. Los restos son retirados.
El segundo en la línea es uno bajito, fibroso. Todos le conocen por ser un acusador, un chivato. Siempre asiduo a las palizas -su eponiquio siempre magullado-, pero siempre fué útil. No vacila; es práctico y sabe que ha llegado la hora, así que rápidamente se coloca y espera la caida del frio acero. El corte es más rápido que con la anterior victima. Siguiente.
Alto, altanero, siempre ofensivo. Aunque pocos conocen su verdadera misión: el placer. Se inclina, pero no le es fácil acomodarse en el potro. Debe echarse atrás para que los verdugos no seccionen el lecho ungueal; sería un dolor atroz, no el rápido final de sus compañeros. Se está eternizando y la paciencia se agota. El corte no es tan limpio como los anteriores, pero es efectivo. Se retiran los restos y se depositan en un montón.
La próxima víctima llora. Es el más comprometido del grupo; el más romántico, el que más tiene que perder. Se resiste un poco. Tiene mala suerte: Debido a su constitución las cuchillas deben acercarse al hiponiquio, produciendo un agudo dolor. Su vista se nubla.
El más débil; el más raquitico, el que se encarga de los peores trabajos¡, ha visto morir a sus compañeros. Debido a la vida que le ha tocado llevar le cuesta poner en juego sus articulaciones para acomodarse en la antinatural postura en la que debe colocarse. Es débil y las cuchillas abren camino fácilmente. Ya está.
Y ahora lo mismo con la mano derecha. Joder, cómo sufro cortándome las uñas.
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